No intentemos agradar a todo el mundo. Siempre habrá gente que se muestre hostil hacia nosotros. Pero eso no debe socavar nuestra autoestima ni hacernos perder naturalidad.
Pocas situaciones nos causan tanto malestar como la certeza de que alguien de nuestro entorno “no nos traga”. Sea en el trabajo, en el círculo de amigos o incluso en la familia, sabernos censurados y rechazados hace tambalear nuestra autoestima. Todos somos, en mayor o menor medida, adictos a las opiniones de los demás. Por eso nos inquieta percibir que no sienten simpatía hacia nosotros. Cuando notamos frialdad, indiferencia o aversión por parte de alguien, nuestra primera conclusión es que hemos cometido algún error. Acto seguido, intentamos acercarnos a él con amabilidad, pero muchas veces solo logramos reforzar su hostilidad. Entonces nos preguntamos: ¿por qué no me puede ni ver?
No perseguir la pieza
Renunciar a la máscara
Luchar por la estima de las personas que han decidido no querernos es una batalla perdida de antemano que nos desgasta inútilmente. El poeta latino Horacio lo explica de manera sencilla: “A la gente triste le disgusta la feliz, tanto como la feliz aborrece a la triste; los que son rápidos de pensamiento se ponen nerviosos con los calmados, así como los descuidados no pueden soportar a los que siempre están ocupados”. No todo el mundo puede estar de nuestra parte, lo cual tampoco significa que tengamos adversarios. Simplemente hay personas con las que no podemos converger porque no hay un terreno común para la complicidad. Si queremos forzar la situación con acercamientos obstinados, tal vez sí que despertemos la hostilidad de los otros, sobre todo si fingimos lo que no somos en un intento desesperado por agradar. Es más efectivo mostrarnos de manera franca y asumir con naturalidad tanto el reconocimiento como la indiferencia o la desaprobación. No nos elogiará todo el mundo, pero al menos nos daremos el gusto de ser nosotros mismos.
La escuela de la empatía
Convivir con el enemigo
Buda comparaba el odio con un pedazo de carbón candente que quema al que lo sostiene antes de que pueda arrojarlo. Sobre esto mismo, el misionero y teólogo Stanley Jones hace la siguiente reflexión: “Una serpiente venenosa, cuando se siente acorralada, se enfada tanto que acaba mordiéndose a sí misma. Esto es exactamente lo que pasa cuando acumulamos odio y resentimiento contra los demás: nos estamos mordiendo a nosotros mismos. El mal más profundo nos lo hacemos a nosotros mismos”.
Para guardarnos de este veneno, debemos empezar aceptando que las personas que nos aman son la compensación por las que nos detestan.
1. Despertar sentimientos de amor hacia uno mismo. Tras sentarnos a meditar, debemos tratar de sentir amistad y buena voluntad con nosotros.
2.Pensar en un amigo, alguien por quien sentimos sincero afecto. Mantendremos la imagen de esa persona todo el tiempo en nuestra mente y trataremos de desarrollar fuertes sentimientos hacia él.
3.Practicaremos lo mismo con una persona neutral, es decir, alguien con quien mantenemos contacto, pero que no nos provoca ni simpatía ni antipatía.
4. Pensar en algún enemigo, alguien con quien nos resulte muy difícil o incluso imposible comunicarnos. Intentaremos desarrollar sentimientos de amor con él.
5. Reuniremos en nuestra mente a las cuatro personas de los estadios anteriores y trataremos de alimentar sentimientos de amor conjuntos hacia los cuatro.
Esta técnica mejora profundamente nuestro estado mental y nos procura una intensa sensación de bienestar. Cuando alcanzamos este clima de paz, los humores de los demás dejan de afectarnos, porque la mente se convierte en un lago que atesora su propia calma.
Fuente: Francesc Miralles en El País, 12 de Septiembre 2010.
No perseguir la pieza
“Aquello que la gente no entiende acaba convirtiéndose en aversión” (Elisabeth Landon)La química de las relaciones humanas es tan compleja que a veces es justamente nuestro deseo de acercarnos a alguien lo que crea el rechazo. Así como el juego del amor aconseja no perseguir la pieza que se quiere cazar, sino provocar que la persona deseada venga hacia nosotros, también en las relaciones sociales se valora la distensión y la espontaneidad.
Renunciar a la máscara
“Es mejor ser odiados por lo que somos que ser amados por lo que no somos” (André Gide)Tras la necesidad de gustar y complacer a todo el mundo se oculta una inseguridad enfermiza. Quien se hace esclavo de la opinión ajena tiene una autoestima tan baja que solo siente que existe cuando recibe halagos o es aprobado por su entorno. El drama llega cuando alguien se le resiste, puesto que hay personas a las que jamás gustaremos, sea por incompatibilidad de caracteres o porque se dejan guiar por ideas preconcebidas.
Luchar por la estima de las personas que han decidido no querernos es una batalla perdida de antemano que nos desgasta inútilmente. El poeta latino Horacio lo explica de manera sencilla: “A la gente triste le disgusta la feliz, tanto como la feliz aborrece a la triste; los que son rápidos de pensamiento se ponen nerviosos con los calmados, así como los descuidados no pueden soportar a los que siempre están ocupados”. No todo el mundo puede estar de nuestra parte, lo cual tampoco significa que tengamos adversarios. Simplemente hay personas con las que no podemos converger porque no hay un terreno común para la complicidad. Si queremos forzar la situación con acercamientos obstinados, tal vez sí que despertemos la hostilidad de los otros, sobre todo si fingimos lo que no somos en un intento desesperado por agradar. Es más efectivo mostrarnos de manera franca y asumir con naturalidad tanto el reconocimiento como la indiferencia o la desaprobación. No nos elogiará todo el mundo, pero al menos nos daremos el gusto de ser nosotros mismos.
La escuela de la empatía
“Debemos perdonar a nuestros enemigos. No hay nada que les ponga más furiosos” (Oscar Wilde)Aunque a menudo la simpatía y la aversión son solo una cuestión de afinidad, vale la pena esforzarse –o al menos dar el primer paso– para hacer sentirse bien a los demás. Tan peligrosa es la adicción a gustar a todo el mundo como ser tajante a partir de la primera impresión. Justamente las personas más diferentes a nosotros nos pueden aportar visiones y valores que complementan los nuestros. El autor de la célebre serie Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis, decía al respecto: “No pierdas el tiempo pensando en si aprecias o no a tu vecino. Actúa como si lo apreciaras. Si actuamos así, descubriremos uno de los grandes secretos de la felicidad. Cuando nos comportamos como si apreciáramos a alguien, podemos acabar amando a esta persona”. Según este escritor irlandés, al tratar mal a alguien aumenta nuestra aversión hacia esa persona como una forma de justificar nuestros actos y disfrazar lo que hacemos. Una condición previa a la empatía –ponernos en el lugar del otro– es abrir los ojos a la relación que estamos estableciendo.
Convivir con el enemigo
“Cuando odiamos a alguien, odiamos algo que es parte de nosotros mismos” (Hermann Hesse)En más de un equipo de fútbol hay jugadores que llevan años sin hablarse, pese a formar parte del mismo conjunto. En el campo trabajan por un objetivo común, pero en los vestuarios se ignoran por algún conflicto nunca resuelto. Por violenta que resulte al principio una situación así, es perfectamente posible convivir con personas que no nos tragan, siempre que mantengamos una distancia saludable y renunciemos al resentimiento.
Buda comparaba el odio con un pedazo de carbón candente que quema al que lo sostiene antes de que pueda arrojarlo. Sobre esto mismo, el misionero y teólogo Stanley Jones hace la siguiente reflexión: “Una serpiente venenosa, cuando se siente acorralada, se enfada tanto que acaba mordiéndose a sí misma. Esto es exactamente lo que pasa cuando acumulamos odio y resentimiento contra los demás: nos estamos mordiendo a nosotros mismos. El mal más profundo nos lo hacemos a nosotros mismos”.
Para guardarnos de este veneno, debemos empezar aceptando que las personas que nos aman son la compensación por las que nos detestan.
Meditación budistaUna lección de madurez de P. Gardner
“Lo que se aprende en la madurez no son cosas sencillas, como adquirir habilidades e información. Se aprende a no incurrir en conductas autodestructivas, a no dilapidar energía por causa de la ansiedad. Se descubre cómo dominar las tensiones, y que el resentimiento y la autocompasión se encuentran entre las drogas más tóxicas. Se aprende que el mundo adora el talento, pero recompensa el carácter. Se comprende que la mayoría de la gente no está ni a favor ni en contra nuestro, sino que está absorta en sí misma. Se aprende, en fin, que por grande que sea nuestro empeño en agradar a los demás, siempre habrá personas que no nos quieran. Esto es una dura lección al principio, pero al final resulta muy tranquilizadora”.
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“Hagamos lo que hagamos, los demás no dejarán de ser lo que son” (Marco Aurelio)Ante una prueba difícil, los budistas tienen una meditación, el Metta Bhavana, orientada a recuperar la buena disposición hacia todos los seres. Su práctica se divide en cinco estadios de similar duración:
1. Despertar sentimientos de amor hacia uno mismo. Tras sentarnos a meditar, debemos tratar de sentir amistad y buena voluntad con nosotros.
2.Pensar en un amigo, alguien por quien sentimos sincero afecto. Mantendremos la imagen de esa persona todo el tiempo en nuestra mente y trataremos de desarrollar fuertes sentimientos hacia él.
3.Practicaremos lo mismo con una persona neutral, es decir, alguien con quien mantenemos contacto, pero que no nos provoca ni simpatía ni antipatía.
4. Pensar en algún enemigo, alguien con quien nos resulte muy difícil o incluso imposible comunicarnos. Intentaremos desarrollar sentimientos de amor con él.
5. Reuniremos en nuestra mente a las cuatro personas de los estadios anteriores y trataremos de alimentar sentimientos de amor conjuntos hacia los cuatro.
Esta técnica mejora profundamente nuestro estado mental y nos procura una intensa sensación de bienestar. Cuando alcanzamos este clima de paz, los humores de los demás dejan de afectarnos, porque la mente se convierte en un lago que atesora su propia calma.
Fuente: Francesc Miralles en El País, 12 de Septiembre 2010.